Lo que nos tienen que enseñar Hannah Höch y Marianne Brandt | Matrimonio, maternidad, condena
--
Volvamos por un momento al cliché de Nueva Mujer divulgado por los medios: Die Kokette I (La coqueta I) lo condensa a la perfección. La protagonista es una jovencita díscola, ataviada con un atrevido vestido, que desdeña a dos ridículos pretendientes desde una posición de superioridad. Es una mujer voluble, procaz, libertina, completamente insensible a las súplicas de sus enamorados. La máscara grotesca tras la que oculta el rostro parece subrayar su maliciosa artificialidad. Pero también podríamos interpretarla como un lúcido preludio de La feminidad como mascarada, el célebre ensayo que Joan Riviere publicaría pocos años después. En él, la psicoanalista sostendría que la feminidad era una mampara protectora tras la que ocultar la ambición, la inteligencia u otros rasgos tradicionalmente considerados como masculinos y sortear así el constante cuestionamiento de los hombres. La coqueta de Höch ocupa una aparente posición de superioridad tan sólo porque se habría adaptado al rol femenino impuesto por el heteropatriarcado. Desde este punto de vista, no se encuentra en una posición triunfante, sino defensiva. Debe mantener a raya a unos pretendientes que sabotearán su libertad y que la perfilan como cínica y veleidosa por no ceder a sus peticiones. Y probablemente no por casualidad el primero de los enamorados tenga el cuerpo de un bebé.
Como apuntábamos en el anterior artículo, el matrimonio era una de esas instituciones burguesas que la vanguardia aspiraba a derogar. No obstante, las responsabilidades conyugales eran mucho más pesadas para ellas que para ellos — el ejemplo paradigmático es Picasso, que saltó de mujer en mujer durante toda su vida, drenándolas a todas — y no es de extrañar que Höch y Brandt abordaran el tema de manera recurrente. Ya analizamos Bulle-Esel-Affe y el furibundo resentimiento de Brandt hacia su marido, redimido en la ratificación de su compromiso artístico. Por su parte, Höch presenta en Bürgerliches Brautpaar–Streit (Recién casados burgueses–disputa) un resumen demoledor de qué significaba el matrimonio para una joven inquieta.
Sobre un fondo de electrodomésticos que ensalza las supuestas bondades de la vida del ama de casa, la artista sitúa a una pareja ridícula y disfuncional. El novio es un atleta que se curva bajo el peso de un gran sombrero, símbolo de las convenciones burguesas. La mitad inferior de su cuerpo parece dispuesta a huir, pero la superior permanece paralizada. El ala del objeto fatal roza a la novia, cuya cabeza infantil y gimoteante se encoge entre sus hombros. Está asustada y desorientada, pero sus piernecitas no tienen la presteza de las de su compañero: no le resultará tan fácil huir. Su destino es verse condenada a la inmanencia, al tedio que prometen los relucientes electrodomésticos del fondo.
En esta reformulación del amor y el matrimonio, la maternidad era otro valor que necesitaba ser cuestionado. El 8 de marzo de 1930, John Heartfield publicó en la revista AIZ la fotografía de una mujer proletaria en avanzado estado de gestación, acompañada de la consigna proveedora forzosa de material humano, ¡sé valiente!. Tanto la frase como el cuerpo infantil exánime al fondo apuntaban a la crueldad de alumbrar vidas que zozobrarían en la más absoluta miseria, pero soslayaban la experiencia femenina. Höch señaló este hecho con una sencilla intervención: cubrir el rostro de la mujer con una máscara africana. El arte no occidental suscitó el interés de los artistas de vanguardia porque consideraban que eran manifestaciones artísticas puras y desprejuiciadas, libres de la contaminación de las convenciones occidentales. Por supuesto, era una aproximación completamente colonial y acrítica, que no pretendía indagar más en estas culturas. Los pueblos africanos u oceánicos eran lo Otro, un encantador reducto primitivo, y en Mutter (Madre) Höch remarca que la mujer proletaria, agotada y confusa, enajenada de su propio cuerpo y arrastrada a una maternidad penosa por un orden social que desoye sus necesidades y deseos, está condenada a un estado similar de otredad.
Höch continúa explorando este tema en Der Vater (El padre). A pesar del título, no queda claro que el personaje central sea un hombre: a la cabeza masculina se contrapone un cuerpo femenino. El torso sostiene un bebé en brazos, mientras que las piernas encaramadas a unos tacones parecen dispuestas a marcharse. La figura híbrida resume la espinosa cuestión de la crianza: la cabeza masculina, adusta e inexpresiva, ignora a la criatura; el cuerpo femenino se debate entre acunarla o irse a bailar. A su alrededor flotan atletas y bailarinas cuyos elásticos cuerpos parecen ajenos a la maternidad. Por si estas alegorías de la Nueva Mujer no fuesen lo suficientemente esclarecedoras, en el extremo inferior derecho un boxeador propina un puñetazo al bebé. Esta obra ha sido puesta en relación con la experiencia de la propia artista; que, aunque expresó sus deseos de ser madre, se sometió a dos abortos — ilegales — durante su relación con Haussmann. Höch no estaba dispuesta a sacrificar su libertad para consagrarse a una maternidad entre las sombras. Su fotomontaje condensa la amenaza que suponía tener hijos para una mujer independiente y comprometida con su trabajo, sobre todo cuando el padre era tan decepcionante.
Pero en los fotomontajes de nuestras artistas también hay espacio para el placer y la libertad. Höch rompió definitivamente con Haussmann en 1922 y poco después conoció a la escritora Til Brugman, con la que mantuvo un plácido y edificante idilio. A lo largo de su relación, Höch realizó una serie de fotomontajes en los que celebraba el amor sáfico. Uno de los más conocidos se titula, sencillamente, Liebe (Amor). En él, una joven desnuda aparece reclinada sobre unos cojines. Sobre ella revolotea una criatura híbrida, compuesta por unos muslos femeninos y un cuerpo de insecto alado, que se precipita sobre la mujer yacente como una abeja que quisiera libar una flor.
Marianne Brandt, por su parte, reivindicó en obras como Hinter den Kulissen (Entre bastidores) algo que todavía hoy no se explora lo suficiente: la mirada, la fantasía y el placer femeninos. La protagonista es una joven que cierra los ojos con expresión arrobada, mientras un brazo masculino la rodea y posa su mano sobre su espalda desnuda. Revolotean a su alrededor los actores Douglas Fairbanks y Conrad Veidt. La negrura que los envuelve evoca la intimidad de una sala de proyección, donde la espectadora se sumerge en el universo de héroes y galanes que le brinda la industria cinematográfica. El rectángulo dorado ha sido relacionado con diversas representaciones de la Virgen, como los iconos bizantinos o el tema de la Maestà. Así, Brandt testimonia la evolución de un modelo de feminidad regido por valores como la modestia, la sumisión y la virginidad hacia una Nueva Mujer que goza, desea y dispone libremente de su vida.
Hannah Höch y Marianne Brandt vivieron una época efervescente, donde la pujante emancipación femenina y la libertad que emanaba de la vida cultural alemana tuvieron que resistir los envites de una moral burguesa biempensante y resentida. Las esperanzas libertarias — y, entre ellas, la promesa de la Nueva Mujer — naufragaron definitivamente en la barbarie nazi. Décadas más tarde, los fotomontajes de estas artistas resurgieron con la misma fuerza con la que fueron creados, planteándonos cuestiones que aún no están cerradas. Obstinados, han vuelto para recordarnos que la emancipación es imposible sin un compromiso sincero de los hombres y que debemos defender nuestras libertades de un orden sociopolítico dispuesto a arrasarlas por completo. Resulta que la Nueva Mujer sigue en construcción. Ellas marcaron el camino y nosotras debemos completarlo desde el arte, la política y cada una de las facetas de nuestras vidas.